viernes, 18 de febrero de 2011

MI ABUELA PAULA

Nos reíamos tanto que con mami no la podíamos levantar del suelo: y ella ahí tirada, a carcajadas también, la espalda sobre la arena, la ola que rompía cerca, el agua que la mojaba.

Mi abuela Paula me lo explicó: “Si te parás a mirar el mar, pero fijás los ojos en tus pies mientras el agua los cubre y después se va, te mareás. Es como que estás en el mundo, pero perdés el equilibrio. Y te caés, como yo”.

Fue en Mar del Plata y ocurrió la vez que mi abuela, con 84 años, vio por última vez las olas. En ese momento no fui conciente de nada: y lo agradezco.

Abue, mami y yo: tres generaciones y las últimas vacaciones de ella. Mami y yo lo supimos: la abue no iba a poder viajar más.

Mi abuela Paula representa mis recuerdos de felicidad: los días en su kiosco de diarios, las defensas ante mis padres, sus comidas, las noches que dormíamos con ella, los desayunos que nos traía a la cama, su casa toda. El gallinero, los perros, la huertita, el galpón. El oírla decir “Negro” o “Negra”, la ternura de su letra de mujer que había podido cursar apenas hasta tercer grado. Sus caídas: las otras y la del mar, cuando había perdido el equilibrio.

Mi abuela Paula se fue hace diez años. En estos casos, creo, pienso, el dolor por la pérdida es un acto egoísta: ella ya no quería más, pero yo quería más de ella.

Su recuerdo permanece intacto y sólo me genera alegrías: nostalgia con sonrisas.

Mi abuela Paula fue la persona que más me marcó en la vida: con ella al lado supe que para estar bien se necesita muy poco. Que no hay que vestir con la mejor ropa para estar –o sentirse, o ser- lindo, que la comida más rica no tiene por qué estar excelentemente presentada, que no hay que vivir en una casa hermosa en un barrio perfecto: que el calor del hogar lo construye uno.

Los colectiveros, la florista, el tipo del bar, el quinielero, el recolector, el placero, el tipo de la calesita, el médico, el de la boletería de trenes, el distribuidor de diario y todos los que la trataban se referían a ella como “Doña Paula”.

La abue me transmitió que el sacrificio es una cultura de vida. Atendió el puesto todos los días del año desde las 4 de la mañana hasta sus 74. Y lo dejó porque la obligaron.

Yo lo agradecí: la tenía más tiempo para mí. En ese periodo me enseñó a hacer albóndigas, me pidió que valorara a mi mamá, me repitió que estudiara, me explicó que todos los hombres buscan lo mismo y me consiguió trabajo. Me habló con amor de mi hermano, su nieto preferido. Y se cayó conmigo, también, una vez que jugamos a bailar el vals y terminamos en el piso, a las risas, tiradas al lado de su heladera Siam.

1 comentario:

Inés Lerda dijo...

qué lindo personaje tu abuelita, me emociona su bondad. la mía también es súper buena, la voy a llamar a ver cómo anda...