jueves, 30 de octubre de 2008

MASCOTAS

Está bueno tener animales y quererlos y mimarlos, siempre y cuando esté claro que se trata de un animal. Quiero decir: no se puede tratarlos como a una persona.

Tuve varias mascotas, sobre todo en la infancia: perros, gatos y caballos. Sin lugar a dudas, el principal responsable fue el Gordo Ramón, quien ama a los animales.

A mí me gustaban los perros: recuerdo particularmente a Bucky, a Panky y a Beetho (por Beethoven). A mi hermano, los gatos: tuvo varios y todos se llamaron Mish. Al Gordo Ramón, los caballos: Pícaro, Pepino, Tipo y Chucho, por nombrar algunos.

Pero hubo también otros animalitos. Tuvimos pajaritos, hasta que mi madre los soltó para darles libertad; ovejas en el patio de casa, gallinas y gallos, patos, conejos, alguna que otra tortuga… Hasta un zorrino.

En la lista voy a agregar a la Chiva: así, con mayúsculas, porque era como la llamábamos. Ayer soñé con ella, tuve como un deja vu: el Gordo Ramón que nos la presentaba, mi hermano y yo poniéndole un collar y sacándola a pasear por el barrio. La Chiva que nos gustaba, que nos hacía reír. Nosotros que la disfrutábamos, la Chiva que parecía que la pasaba bien. Un deja vu: una foto con la Chiva en la puerta de casa, Andre que se subía arriba de ella como si se tratara de un caballo. El Gordo Ramón que la cocinaba en el horno de barro del fondo: una mesa con personas comiéndose a la Chiva.


P.D.: no, nunca viví en una granja. Pero cuando me llevaban de la escuela en excursión a una, para mí no tenía mucha gracia.

miércoles, 22 de octubre de 2008

YA LO SABEMOS, TODOS TENEMOS UN POCO DE MIEDO


El miedo atemoriza. El miedo bloquea. El miedo impide. El miedo detiene. El miedo perturba. El miedo genera llanto, risa, bronca. Obvio: el miedo da más miedo.

Pocas sensaciones tienen tantas aristas como el miedo. Hay miedos tontos, como el miedo a encarar a una chica. Hay miedos chiquitos, como el miedo a los fantasmas, al hombre de la bolsa, a la oscuridad. Y hay miedos grandes, como el miedo a crecer o el miedo al futuro de los hijos.

Algo es claro: al miedo hay que tenerle respeto.

Hay miedos que encierran, como el miedo a un trabajo nuevo, a socializarse, a mostrarse como uno es. Hay miedos egoístas, como el miedo al futuro de nuestros padres o nuestros abuelos: al pánico que causa la idea de que algún día no estén con nosotros.

El miedo muchas veces es sufrimiento.

Se le puede tener miedo a las cucarachas, a las palomas, a los ruidos, a un vecino que está loco y que te golpea la puerta para pedirte que le calientes el agua de la pava o que le prestes 25 pesos.

Hay miedos cobardes, como el miedo a que tu pareja te deje. Hay miedos miedosos, como el miedo a la muerte. Hay también miedos ampulosos: el miedo al poder, a los sistemas políticos, al hambre del mundo. A la situación del mundo en sí.

Hay miedos autodestructivos: de esos que se sienten cuando uno va a enfrentar algo que seguramente tenga consecuencias positivas. Miedo autodestructivo: uno sabe eso, pero no lo encara por miedo.

A veces, el miedo es un estado maravilloso.

Hay gente que se cree valiente porque se agarra a trompadas, porque se la re banca. O porque se las sabe todas, porque es re capo. O porque es re canchero y re inteligente y se siente muy seguro de sí mismo: porque ahí está él, mírenlo todos. O porque tiene sexo con mucha gente y lo cuenta como si se tratase de ganar trofeos.

Ser valiente es enfrentar los miedos. Chocarlos, empujarlos. Es que el miedo te pegue las piñas más dolorosas y, con el alma llena de lágrimas, decirle: “Bancame. Dame un tiempito que me recupere y ahí voy a pelearte otra vez”. Ser valiente es decirle al miedo un irónico: “Uhhh, qué miedo”.

sábado, 18 de octubre de 2008

DE PUÑO Y LETRA


No sé si los jóvenes se lo plantearán, pero hay una generación que no tuvo contacto con las cartas de papel (y ya no lo tendrá). Una camada de muchachitas y muchachitos que nació y se crió con una computadora con internet en sus casas. Un grupo de personas que día a día deforma el idioma.

La pena que me da por ellos (y un poco por mí también, porque ya no recibo ninguna). Porque nosotros, los de más de 20 años, ya la vivimos. Aunque sea por poco tiempo.

Pero estos pobres chicos no conocerán jamás la letra de sus novias/os, de sus amigos, ni siquiera de sus hermanos. ¿Se acuerdan cuando en los textos que recibíamos los signos de pregunta se cerraban, pero también se abrían? Nadie escribía un "dps t llamo". Al contrario, como uno escribía cada tanto, elegía qué contar, seleccionaba las mejores anécdotas, describía sensaciones, gente, lugares. Uno tenía espacio para seleccionar no sólo lo que quería decir, si no también cómo quería hacerlo.

Claro, no estaba esta cosa de abuso de la información, de los mensajes de texto, a través de los cuales todos sabemos lo que hace nuestro círculo de gente todo el tiempo. La última que yo recibí, por ejemplo, fue hace ocho años: un noviecito me redactó unos párrafos y me hizo un diseño de cómo iba a ser "nuestra" casa cuando nos casáramos (¡?). El, obvio, ya se casó con otra: yo me alegré, pero no le mandé ninguna carta.

Propongo una batalla contra los mails, contra los sms. Que vuelvan las cartas, que las casas tengan sus carteros. Que volvamos a decir: "Te mandé algo de puño y letra".

jueves, 2 de octubre de 2008

VALLE HERMOSO, CORDOBA

Don, ¿nos lleva?

La casa estaba a cinco kilómetros de la escuela. En invierno, el trayecto se sufría. En primavera, íbamos con menos ropa, peleándonos por el camino y juntando flores: después, con mamá, hicimos un perfume casero.

La ropa era muy simple, casi toda vieja o regalada por algún primo generoso. Había silencio. Era lógico: estábamos en un pueblo en el que las grandes aventuras eran, precisamente, hacer un perfume casero con los pétalos recolectados.

Don, ¿nos lleva?

El Urbano era el colectivo que pasaba por el barrio y que nos acercaba al colegio. Pasaba cada media hora. No lo esperábamos: a veces se retrasaba y, en realidad, todo lo que pasaba en el camino (las flores, las peleas, las conversaciones) era muy divertido.

Papá se quedaba en esa aventura que nos había llevado ahí: la excusa de escapar a las sierras y poner un almacén. Mamá venía con nosotros, porque trabajaba en nuestra escuela. Era raro: también fuera de casa formaba parte de nuestra educación.

Don, ¿nos lleva?

Pasaba siempre: cuando nos faltaban apenas unas cuadras para llegar aparecía el Urbano. Todo blanco, con letras azules, en mayúscula: URBANO. Andre y yo (menos de ocho años, los dientes de leche que se nos iban cayendo) nos turnábamos para pedirle al chofer que nos haga caminar un poquito menos. Le decíamos: "Don, ¿nos lleva?".