
Obviamente no me acuerdo del día en que él nació, pero mi mamá me cuenta que yo lo odiaba. Imagínense, con dos años yo era la dueña de todo (el cariño, los juguetes, la casa) y de golpe me traen a un pibe para robarme toda esa felicidad.
“Estabas súper celosa”, detalla mi madre. Lo detestaba tanto que una vez, mientras ella planchaba, aproveché su distracción para tirarlo de la cuna. Lamentablemente, sobrevivió.
Acá está: se llama Andrés, desde hoy tiene 25 años y en todo este tiempo se ganó mi corazón. Simple: es la persona a la que más quiero en este mundo.
Digamos que tiene todo lo que yo quisiera tener. Es talentoso, creativo, curioso, original, gracioso, cariñoso, comprensivo, charlatán, generoso… Bueno. Mi hermano es increíblemente bueno. Y es una pena, pero él no se cree todo esto.
Por si fuera poco, de los dos, él es el lindo. Una injusticia. ¿Cómo el varón va a ser el lindo, el flaco, el que tiene éxito con el sexo opuesto? Recuerdo una anécdota: cuando éramos chiquitos e íbamos por la calle, las personas se paraban para elogiarle sus rulos y sus pecas. Yo me quedaba con las migajas.
Entre todos esos piropos, encontré uno para burlarlo. Una vez, por los rulos, lo confundieron con una nena. Pude cargarlo con eso durante toda la infancia.
Andre, además, era mamero y vago: demoró en caminar, en hablar, en aprender a andar en bicicleta. De chicos, lo nuestro fue una competencia feroz. El pibe se tuvo que bancar que a mí me gustaran los juegos de hombres. Entonces, en el barrio teníamos los mismos amigos y jugábamos a la pelota. En contra, siempre. Y nos matábamos a patadas. Obvio, le robaba protagonismo: yo llamaba la atención porque era mujer y me encantaba el fútbol.
Nuestras peleas son recordadas. Ante mis padres yo sacaba ventajas por una cuestión de género. Lloriqueaba un poquito y la bronca era contra él.
El vínculo se modificó cuando yo tenía 15 años y él 13. No tengo idea de por qué, pero desde ahí somos… como hermanos.
No entiendo cómo hay hermanos que no se llevan, o se llevan mal. Con Andre puedo hablar de todo y no me imagino no compartiendo algo con él. Su opinión y su compañía me son necesarias.
Lo describo un poco más. El pibe es copado. Muy copado. No sé qué tiene, pero no hay ni una mínima posibilidad de que le caiga mal a alguien. Incluso soy capaz de apostar algo a quien no lo conozca: si no se encariña, hago lo que sea.
Andre podría haberme sufrido (por lo del fútbol, porque a mí me iba bien en la escuela y a él no tanto, por alguna comparación familiar), pero no. Si hasta me siguió. Yo era de Boca, él también. Yo me hice de Banfield, él también. Yo hice Periodismo Deportivo, él también.
“Estabas súper celosa”, detalla mi madre. Lo detestaba tanto que una vez, mientras ella planchaba, aproveché su distracción para tirarlo de la cuna. Lamentablemente, sobrevivió.
Acá está: se llama Andrés, desde hoy tiene 25 años y en todo este tiempo se ganó mi corazón. Simple: es la persona a la que más quiero en este mundo.
Digamos que tiene todo lo que yo quisiera tener. Es talentoso, creativo, curioso, original, gracioso, cariñoso, comprensivo, charlatán, generoso… Bueno. Mi hermano es increíblemente bueno. Y es una pena, pero él no se cree todo esto.
Por si fuera poco, de los dos, él es el lindo. Una injusticia. ¿Cómo el varón va a ser el lindo, el flaco, el que tiene éxito con el sexo opuesto? Recuerdo una anécdota: cuando éramos chiquitos e íbamos por la calle, las personas se paraban para elogiarle sus rulos y sus pecas. Yo me quedaba con las migajas.
Entre todos esos piropos, encontré uno para burlarlo. Una vez, por los rulos, lo confundieron con una nena. Pude cargarlo con eso durante toda la infancia.
Andre, además, era mamero y vago: demoró en caminar, en hablar, en aprender a andar en bicicleta. De chicos, lo nuestro fue una competencia feroz. El pibe se tuvo que bancar que a mí me gustaran los juegos de hombres. Entonces, en el barrio teníamos los mismos amigos y jugábamos a la pelota. En contra, siempre. Y nos matábamos a patadas. Obvio, le robaba protagonismo: yo llamaba la atención porque era mujer y me encantaba el fútbol.
Nuestras peleas son recordadas. Ante mis padres yo sacaba ventajas por una cuestión de género. Lloriqueaba un poquito y la bronca era contra él.
El vínculo se modificó cuando yo tenía 15 años y él 13. No tengo idea de por qué, pero desde ahí somos… como hermanos.
No entiendo cómo hay hermanos que no se llevan, o se llevan mal. Con Andre puedo hablar de todo y no me imagino no compartiendo algo con él. Su opinión y su compañía me son necesarias.
Lo describo un poco más. El pibe es copado. Muy copado. No sé qué tiene, pero no hay ni una mínima posibilidad de que le caiga mal a alguien. Incluso soy capaz de apostar algo a quien no lo conozca: si no se encariña, hago lo que sea.
Andre podría haberme sufrido (por lo del fútbol, porque a mí me iba bien en la escuela y a él no tanto, por alguna comparación familiar), pero no. Si hasta me siguió. Yo era de Boca, él también. Yo me hice de Banfield, él también. Yo hice Periodismo Deportivo, él también.
¿Qué compartimos cosas? Pufff. La música, el cine, el teatro, el placer de reunirnos con amigos. Y la pregunta que nos hacemos casi a diario. Ese "¿y vos cómo estás?".
Su ventaja es que él siempre se rebeló (y yo varias veces acaté). Con Marce, mi amigo, lo llamamos “el campeón”, y Andre lo es. Los lazos sanguíneos no se escogen, es cierto. Pero yo a este pibe lo elegiría siempre.
¡Feliz cumpleaños, campeón!
Su ventaja es que él siempre se rebeló (y yo varias veces acaté). Con Marce, mi amigo, lo llamamos “el campeón”, y Andre lo es. Los lazos sanguíneos no se escogen, es cierto. Pero yo a este pibe lo elegiría siempre.
¡Feliz cumpleaños, campeón!
P.D.: Ah, también hicimos travesuras juntos. Como cuando teníamos 6 años y, a escondidas, fumábamos los cigarrillos que mi papá tiraba.