lunes, 23 de septiembre de 2013

LA ESQUINA DE LOS MILAGROS

La esquina de los milagros puede ser cualquier cruce de calles que represente algo particular: aquella en donde se ubica la casa de tu infancia, el bar en el que viste el partido la vez que tu equipo salió campeón, el lugar en el que te encontraste en tu primera cita con la persona que te enamoró.

Todos tenemos un recuerdo de alguna esquina como si ese espacio del mapa, en algún punto, nos perteneciera. Como si el lugar en el que trabajamos por primera vez, o donde tuvimos un choque con un auto, o donde mantuvimos una reunión que marcó el inicio de algo importante llevara nuestro nombre (y quién sabe alguna vez…).

La esquina de los milagros puede ser un punto histórico, una calle transitada en plena ciudad, una de tierra que ni siquiera tiene nombre en un pueblo lejano. No importa qué sucede ahí: lo relevante es lo que representa. Lo bueno de la esquina de los milagros es que tiene un significado personal. Cada habitante de este mundo puede tener la suya.

Mi propia esquina de los milagros es la conjunción entre dos diagonales en una ciudad en la que reinan las cuadrículas. Mi esquina de los milagros ya era particular para mí hasta que me di cuenta que además era una excepción entre todas las demás calles, que se cruzan derechitas, aburridas: monotemáticas.

En la mía hay un monumento, una manzana que es histórica, una estación de subte, muchísima gente y un café que sirve de excusa para un encuentro. Está Alejandro, que te recibe con una sonrisa siempre y que trae un cortado que quema el alma y otro café con leche normal. Y que –otra vez con simpatía- te invita a comer alfajorcitos de maicena.

Fue Ale quien me contó el milagro de este lugar. Resulta que en el cruce de estas calles, como un secreto en esta ciudad de tres millones de habitantes, hay quienes se invitan a tomar un beso express.

Son dos: se abrazan, conversan, se besan una y otra vez sin reparar en quienes los rodean y después sonríen, en ese encuentro de minutos.

Me lo dijo Alejandro y yo a él le creo: muero por conocer algún día el sabor del Bespresso.

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