domingo, 23 de junio de 2013

ESCRIBIR ES UNA MIERDA


En estos últimos 15 días engordé tres kilos y pensé al menos 150 veces que soy una mierda de persona. Dormí bien muy pocas noches porque me desvelé las restantes, algunas con pesadillas que no eran graves, pero que me hacían despertar exaltada. Y puteé como nunca lo haría una chica atravesada por el puto dogma cristiano.

Hace cuatro horas que estoy frente a esta computadora que tiene las letras del teclado desdibujadas y apenas pude tipear dos párrafos. Miro cómo el día va pasando a través de la ventana. No sé cuántas cosas se pueden hacer en cuatro horas (¿dormir una buena siesta? ¿Ir a pasear? ¿Leer un libro? ¿Estas tres actividades una después de otra?), pero me siento frustrada: dos párrafos, 739 caracteres, 128 palabras. Todo en 240 minutos.

Releo: lo que acabo de escribir es una porquería.

Estoy en la habitación. Ya bajé al living (y volví a subir) unas 44 veces. Escribo tres palabras, borro dos, tipeo cinco, le pego cada vez más fuerte a la barra espaciadora, voy abajo, me siento en el futón, miro hacia el balcón, pongo un disco y busco dos temas de ese disco que me gustan. Me siento en la escalera con el librito con las letras en la mano. Canto. Y subo: tengo que escribir, la puta madre, no puede ser que no pueda hacerlo.

Me preparo el mate con tres tostadas con manteca y miel, aunque me gustaría tener delante mío una chocotorta para comerla de un solo bocado yo solita. Y morir de hipoglucemia o de un pico de diabetes, o lo que sea que me genere ingerir esa dosis de Chocolinas con Casancrem y dulce de leche. Quiero terminar mi vida ya mismo de la forma en la que murió la mina de Pecados Capitales que fue víctima de la gula, con la cabeza en un plato de comida y el cuerpo pálido.

Abro páginas de Internet, leo cosas que no me interesan, entro a las redes sociales, pelotudeo con amigas por chat. Miro videos en Youtube. Y ahí, en la parte de abajo de la pantalla, el documento de Word que tengo abierto me mira. Siento que se burla, que me habla: “Ay, tontita, tontita, estoy acá y no me podés usar, lo que hiciste es malísimo”. Puto.

Hay algo que ya escribí y me corrigieron, y que tengo que modificar. Esas marcas me resuenan ahora frente a esta página. Me digo: no analices los hechos que contás, contá y punto, escribí sobre las cosas que considerás que moralmente son incorrectas, boluda, no te estás jugando la ética de tu vida en este trabajo.

Paro otra vez. Voy al balcón, me siento, me levanto, me apoyo en la pared, miro el paisaje, miro el bar de la esquina. Tengo bronca: pienso en tirar muebles a la calle desde este octavo piso para canalizar la ira. Agarraría la mesa y la lanzaría. Y si le rompo la cabeza a alguien, si llego a matar a algún pelotudo, mejor.

Ahora mismo me gustaría ser niñera, lavacopas o taxista. Dar clases de yoga, trabajar en el subte, ser obrera en una fábrica de grisines, portera en una escuela con un patio enorme para limpiar. Cualquier cosa antes que escribir.

Y para colmo, me rindo. Cierro el Word y mando todo a la mierda: me voy a comer una pizza.

domingo, 9 de junio de 2013

MAMA TIENE FACEBOOK


Hay varias personas que van a comprender: resulta que un día tu madre decide abrirse una cuenta en Facebook y te manda, por supuesto, el pedido de amistad.

Desde el momento en que pusiste “confirmar” perdiste parte de tu vida privada: ahora tu mamá comenta tus fotos, pone “me gusta” a cada cosa que subís y hasta se hace amiga de tus amigos, para comentar sus fotos y poner “me gusta” a cada cosa que suben.

Con mi hermano llegamos a la conclusión de que nuestros padres no comprenden los códigos de esta red social. Nuestra madre (la Gorda Marta), por caso, comparte cada foto que le aparece en su muro. Entonces, nos enteramos de las actividades que lleva a cabo la Iglesia Inmaculada Concepción, vemos fotos de chicos con síndrome de down (y mensajes para no discriminarlos), imágenes de animalitos maltratados o perdidos (mamá sigue a “Yo Defiendo a los Animales”) y fotos de personas desaparecidas.

Mamá se cree que compartir todas estas cosas es una manera de militar.

Mamá comparte en su muro fotos nuestras, sin pedirnos permiso. “Aye, feliz, bailando candombe en San Telmo”, puede poner. Y uno ve la seguidilla de los comentarios de sus amigas, con frases del tipo: “Felicitaciones, Marta!!!”, “Diosa como la madre!” o “¡Qué linda está tu hija!”. Y (la Gorda) Marta, claro, responde cortito y al pie: “Gracias!”.

Mamá es una persona poco comunicativa, pero sin embargo elige esta red social para chatearte. Y expresa sentimientos que no expresaría personalmente.

A mi hermano le publica información en su muro sobre cosas que él le comentó personalmente. La otra vez, le pegó una oferta de Groupon de cortinas, para recordarle que debía comprarse unas. Y hace un tiempo, cuando le comenté que me gustaba un chico, me pidió que le pasara el nombre así ella lo veía por fotos.

Gracias a esta red social, mamá encontró a una mujer en Alemania que tiene su mismo apellido: y entonces le publica recetas de comidas o le pone fotos sobre el origen familiar, aunque no sabe a ciencia cierta si hay entre ellas algún vínculo sanguíneo.

Hay más: mamá sube canciones de Maná, se pone “me gusta” y las acompaña con dedicatorias: “Para que disfruten esta canción mis amigos de Face”.

Ay, mamá.