miércoles, 24 de junio de 2009

EL FRIO, EN VIVO Y EN DIRECTO


El reloj de la computadora –que está coordinado exactamente con la hora que da el 113- me dice que son la 1.23. Acabo de llegar de un recital y en los últimos 75 metros que hice decidí correr: temí morirme de frío, quedarme dura en el camino a mi casa, por la baja temperatura.

Hice una pausa después de escribir el primer párrafo que acaban de leer, para buscar el control remoto, poner TN y ver la temperatura: 6º2 y 4º3 de sensación términa.

Estoy en condiciones de confirmarlo: Clarín miente. Afuera no hace más de -2 o -3 grados.

Yo, por ejemplo, ya tenía mis piecitos fríos en pleno recital y se trató de un show en el que hubo alrededor de 150 personas. Correr esos 75 metros (aclaro: con las manos en los bolsillos) no cambió mi temperatura corporal y mis pies siguen helados. Me pregunto por qué rechacé aquella vez la bolsa de agua caliente que mi abuela quiso regalarme.

Tengo dos estufas prendidas en este instante. Estoy vestida y me quiero acostar, pero siento que mi cuerpo no va a tolerar el tiempo que me demande cambiarme y ponerme el pijama.

Pienso en lo cruel que es el frío. Es como cuando tenés seis años y tu vecinita te dice –en la esquina de tu casa, donde te encuentra andando en bicicleta- que Papá Noel no existe, que son tus papás. Es más cruel que eso: es como cuando vos le preguntás a tu mamá si tu vecinita tiene razón, y tu mamá no se esmera ni un poquito en mantener tu fantasía: “Sí, es verdad”, te contesta.

El frío es cruel, carajo. Es como cuando te hacés pis en la fila en primer grado y uno de tus compañeros se burla de vos, delante del resto, señalándote. Es como cuando una profesora de la secundaria te hace pasar al frente porque no hiciste la tarea y te avergüenza, mofándose frente a tus compañeros de que no estudiaste. Es como cuando el chico con el que salís te lastima sin sentido, es como cuando tu papá te dice que está en contra de lo que vas a estudiar, es como cuando escuchás a tus compañeros de trabajo hablar peyorativamente de otra mujer.

Me voy a acostar, disculpen la catarsis. Es que el frío me hace mal.

domingo, 21 de junio de 2009

UNA HISTORIA DE AMOR

La chica le dice que no, pero en el fondo tiene un deseo profundo, intenso, de arrebatarle un beso. Sí, a las chicas eso también les pasa. De fondo se escucha un violín, después un acordeón, después rasguitos tristes de una guitarra. Alrededor hay gente y hay un bar y la gente intercambia conversaciones en diferentes mesas.

Por allá se ríen, por acá más cerca ni se miran: toman un sorbo de café, pasan páginas de un diario que vende noticias que ya son viejas. En la otra punta, al mozo se le va la mirada en una muchacha que pasa por la vereda, despampanante, con su pollerita minúscula; mientras la muchacha despampanante, con su pollerita minúscula piensa en lo que hizo ayer, en el problema familiar y en el hombre que la enamoró el otro día.

La chica ya dijo que no y el chico, que hasta hace instantes era su chico, se aleja, apesadumbrado, enojado y dolido. Si en ese instante le preguntaran qué es el amor, ella respondería que tiene forma de papel arrugado, apretujado. Que se parece a un vaso que se acaba de romper. Que se podría haber evitado que se rompa, pero que fue instante de distracción el que desencadenó todo esto.

El café con leche está frío y ahí, en la mesa, hay dos medialunas que ni se tocaron. Y también miguitas de una que ya se comió, pero sin ganas, sólo para ingerir algo después de días de no tener ganas ni de alimentarse.

Hoy, es el mismo bar en el que ella le dijo no, cuando en realidad quería decir sí. Sí, dale, luchemos, si nos gustamos, cambiemos, pero quereme como soy. Es el mismo bar y él aparece, casi diez años después: es todo lo mismo, sólo que hay algunas arruguitas en la comisura de los ojos.

Hay un orgullo que quedó tirado en el piso, está él, que aceptó errores pero pidió disculpas, está ella, que hace unas horas se preguntaba: ¿y qué pasará si lo llamo? Si le preguntaran qué es el amor, contestaría que es algo que nace, muere y nace, nace, muere y nace, nace, muere y nace.

sábado, 13 de junio de 2009

MUSICA DE SABADO



Entrás a Youtube, en plena jornada laboral, para aislarte un poco, y encontrás esa voz. ¿A quién no le gustaría tener esa voz? Escuchás el tema una y otra vez, te aislás más todavía y se te dibuja una sonrisa. Es esa música, es esa voz: entonces sentís que te podrías ir bailando buena onda por el centro porteño, moviendo los hombros, suave, al ritmo de la melodía, sonriéndole al frío. Y eso que es junio, y no marzo. Dale, poné play y decime que no.

lunes, 8 de junio de 2009

TORTUGUITA

Voy a escribir sobre una chica y no la voy a nombrar: no son épocas para mandar al frente así porque sí a alguien a quien no le gusta exponerse. No es el día, en realidad, porque hoy es su cumpleaños y esa chica a la que no voy a nombrar además es mi amiga.

Voy a escribir que se parece a una tortutiguita: ella todo lo hace lento. En alguna reunión nos ha hecho esperar horas para comer el wok tan rico que cocina: cortar las verduritas en juliana le lleva su tiempo.

Esta chica está loca, aunque ella dice que -según su mirada, claro- es la más cuerda de todas. No importa, de cerca nadie es normal. Además, nosotros la queremos porque es así. La queremos porque:

La vimos saltando por la calle. No avanzaba caminando: avanzaba saltando porque tenía ganas de saltar.
La vimos tirar patadas por los pasillos de su casa. Ese día había visto Kill Bill y le dieron ganas de dar patadas.
La vimos –o la escuchamos- pedir de regalo para un cumpleaños unas botas de cowboy. La vimos usarlas, también.
La vimos usar sombreros diferentes todos los días durante su adolescencia.
La vimos –o la escuchamos- preguntarle a un grupo de gente que ya conocía si alguno era marinero, porque ella necesitaba hacer un nudo marinero. Anonadados, contestamos que no. “¿Y nadie está vinculado a la náutica?”, siguió.
La vimos salir con alguien que la doblaba en edad (y un poquito más también).
La vimos –o la escuchamos- decirnos que se cansaba de vernos todos los días.
La vimos ponerse mal, muy mal, fóbica, cada vez que tuvo una paloma cerca.
La vimos llegar con los dientes violetas, después de haber ido a una feria de vinos.
La vimos bailar híper recontra súper archi sensual en un boliche de mala muerte en Uruguay.
La vimos llorando, después de reírse a carcajadas durante un rato largo.
La vimos vestirse de rolinga, con una remera de los Redondos, pañuelo al cuello y zapatillas Topper naranjas, durante la secundaria.
La vimos llegar última a su propia fiesta de cumpleaños.
La vimos rociar un envoltorio de rollo de fotos con su perfume preferido y la vimos abrir ese envase, y olerlo, cuando atravesaba alguna situación que no le hacía bien.
La vimos sorprenderse y decir: “¡Qué loco, hay edificios!”, en la terraza de su propia casa, donde vive ya hace más de tres años.
La vimos fanatizarse con la canela al punto de comprarse chicles de ese sabor o aspirarla de un capuchino.

Veremos qué otra locura hace hoy. Ahí estaremos para mirarla, para abrazarla y para decirle… ¡Feliz cumple, tortuguita!

jueves, 4 de junio de 2009

DOÑA BAMBINA

Había una vez en Monte Grande una señora que se llamaba Doña Bambina. Su nombre era así, al menos en la intimidad de mi casa: mi abuela Paula y mi mamá la mencionaban cada vez que Andrés y yo teníamos dolores en nuestra pancita de chiquitos.

Para mi hermano y para mí, era un ser súper misterioso. Casi que nos daba miedo. Doña Bambina nos recibía en su casa toda vestida de negro y con un rosario que le colgaba del cuello. De negro, toda: zapatos, medias, pollera y pullover. Nunca lo hablé con mi hermano, pero su ropa interior seguramente también debía ser de ese color. El me diría que mejor ni pensarlo.

Cada vez que íbamos a curarnos el empacho, mamá nos contaba su historia: Doña Bambina estaba de negro por una cuestión de luto. Lucía así desde el día de la muerte de su único hijo.

Doña Bambina era canosa y tenía el pelo largo atado con una colita. Había venido desde Italia y en su casa siempre había harina por todos lados, porque se la pasaba amasando pastas. Hoy me resulta insólito: hacía salsa una vez por año y la guardaba en botellas, para el resto de los 12 meses de la temporada.

En su hogar, que quedaba enfrente de los de unos tíos (por eso nos enteramos de la existencia de la sabia Doña Bambina), ella tenía una parra de uvas, una huerta y vivía con su marido. Enigmáticamente, a él nunca lo vimos.

Doña Bambina era católica y era muy creyente. Muy. Ahí mismo, donde atendía a cientos de chicos que llegaban con empacho, ojeo o problemas en los tendones de las manos o los pies, tenía un altar con una foto de aquel hijo fallecido. Ella se había abrazado a ese dolor de por vida. Y curar, daba la impresión, era algo así como su misión.

Atendía todos los días, salvo los domingos, que iba a misa y se dedicaba a sus fideos. Eso sí: si algún niñito que iba estaba en serios inconvenientes, se hacía un espacio y lo sanaba. Su método era sencillo: si tenías empacho, se persignaba y recorría una cinta que iba desde su panza hasta la tuya, rezando alguna oración. Si tenías ericipela, te la sacaba con un cuchillo: hacía la señal de la cruz y también recurría a la oración. Yo una vez fui por una culebrilla que me atacó en mi pancita, justo al lado del ombligo: me curó con tinta china. Y me curó, eh.

-Mami, ¿qué dice Doña Bambina? – interrogué a mi madre en el viaje de vuelta. Yo tendría unos siete años.
-Doña Bambina dice oraciones que sólo ella sabe. Porque si las cuenta, pierde sus poderes. Ella las contará antes de morirse, en alguna noche de Navidad, para pasarle sus dotes a otra persona.
-¿Y se sabe todo de memoria?
-Sí, pero igual las tiene anotadas en un cuadernito.

Ayer llamé a mi mamá, porque me acordé de Doña Bambina. Mamá me confirmó que se murió con lo que sabía, que no se lo pasó a nadie. Después de cortar la comunicación telefónica, reparé en que yo no creo en curanderos (o curranderos, como dice el rey de los neologismos Raúl Portal). Pero en ella sí creía. Una sabia, Doña Bambina.