Había una vez en Monte Grande una señora que se llamaba Doña Bambina. Su nombre era así, al menos en la intimidad de mi casa: mi abuela Paula y mi mamá la mencionaban cada vez que Andrés y yo teníamos dolores en nuestra pancita de chiquitos.
Para mi hermano y para mí, era un ser súper misterioso. Casi que nos daba miedo. Doña Bambina nos recibía en su casa toda vestida de negro y con un rosario que le colgaba del cuello. De negro, toda: zapatos, medias, pollera y pullover. Nunca lo hablé con mi hermano, pero su ropa interior seguramente también debía ser de ese color. El me diría que mejor ni pensarlo.
Cada vez que íbamos a curarnos el empacho, mamá nos contaba su historia: Doña Bambina estaba de negro por una cuestión de luto. Lucía así desde el día de la muerte de su único hijo.
Doña Bambina era canosa y tenía el pelo largo atado con una colita. Había venido desde Italia y en su casa siempre había harina por todos lados, porque se la pasaba amasando pastas. Hoy me resulta insólito: hacía salsa una vez por año y la guardaba en botellas, para el resto de los 12 meses de la temporada.
En su hogar, que quedaba enfrente de los de unos tíos (por eso nos enteramos de la existencia de la sabia Doña Bambina), ella tenía una parra de uvas, una huerta y vivía con su marido. Enigmáticamente, a él nunca lo vimos.
Doña Bambina era católica y era muy creyente. Muy. Ahí mismo, donde atendía a cientos de chicos que llegaban con empacho, ojeo o problemas en los tendones de las manos o los pies, tenía un altar con una foto de aquel hijo fallecido. Ella se había abrazado a ese dolor de por vida. Y curar, daba la impresión, era algo así como su misión.
Atendía todos los días, salvo los domingos, que iba a misa y se dedicaba a sus fideos. Eso sí: si algún niñito que iba estaba en serios inconvenientes, se hacía un espacio y lo sanaba. Su método era sencillo: si tenías empacho, se persignaba y recorría una cinta que iba desde su panza hasta la tuya, rezando alguna oración. Si tenías ericipela, te la sacaba con un cuchillo: hacía la señal de la cruz y también recurría a la oración. Yo una vez fui por una culebrilla que me atacó en mi pancita, justo al lado del ombligo: me curó con tinta china. Y me curó, eh.
-Mami, ¿qué dice Doña Bambina? – interrogué a mi madre en el viaje de vuelta. Yo tendría unos siete años.
-Doña Bambina dice oraciones que sólo ella sabe. Porque si las cuenta, pierde sus poderes. Ella las contará antes de morirse, en alguna noche de Navidad, para pasarle sus dotes a otra persona.
-¿Y se sabe todo de memoria?
-Sí, pero igual las tiene anotadas en un cuadernito.
Ayer llamé a mi mamá, porque me acordé de Doña Bambina. Mamá me confirmó que se murió con lo que sabía, que no se lo pasó a nadie. Después de cortar la comunicación telefónica, reparé en que yo no creo en curanderos (o curranderos, como dice el rey de los neologismos Raúl Portal). Pero en ella sí creía. Una sabia, Doña Bambina.