jueves, 25 de julio de 2013

ANTONIMOS


Las divergencias estaban sobre la mesa. Lo sabía él y lo sabía ella. Como el más sabroso de los platos, la discrepancia era un condimento que saboreaban en el transcurso de cada uno de sus días de pareja.

Muchos afirmaban que él era romántico, cuando en realidad sus actos eran cursis: él todo lo era. El vivía el amor como una vibración intensa, incansable. Invariable, también: como un sentimiento pleno las 24 horas.

El cocinaba. Le regalaba las mejores rosas. El se acordaba de cada aniversario, de cada cumple mes y se aparecía con un detalle, algún obsequio pequeño para ella, sin excusas. El le escribía versos, rimas simples, austeras. Su entrega era tal que él además le planchaba la ropa, lavaba los platos y se encargaba de la limpieza de la casa.

Así como ella comentaba esto entre sus amigas con cierto desdén, él le manifestaba a los suyos que había actitudes que le preocupaban. Narraba, inmerso en las dudas que le causaban esos actos: “Ella es un tanto particular, chicos. Me dice boludo, usa escarbadientes, es un poco básica en sus reflexiones. Los domingos, cuando va a la cancha, yo voy a una plaza, a leer un rato. No sé, es rara: la rodea el desorden, no está pendiente de su estética, es difícil conmoverla. Es poco demostrativa. Y lo peor, se lleva el diario al baño”.

Los contrastes llegaron a convertirse en dos elementos imposibles de unir, y él y ella eran algo así como dos colores que no combinan.

Pero había algo en común, lo encontraban en ciertos rincones: en alguna caricia, en un rato de sueño, en diálogos que mantenían. Lo sabía él y lo sabía ella. Hasta que un día ya no hubo secretos: él era ella y ella era él.

Y el amor, en este caso, fue el único acuerdo.