miércoles, 29 de mayo de 2013

LA GLANDULA DE LA BOLUDEZ


Resulta que a una chica le gusta un muchacho, pero no puede hablarle porque le gusta tanto que se bloquea. Y cuando se trata de otro que no le interesa -vaya facilidad- le sucede todo lo contrario. Resulta que esta historia está contada del lado femenino, pero después de una consulta popular puedo afirmar que en estas cuestiones no hay división de género.

El otro día tuve que hacerle una entrevista a Alejandro Balbis, el señor de la foto de este post, que, claro está, me parece bello. Cuando lo llamé para arreglar un encuentro para la nota, me enteré de que estaba en Montevideo. Respiré aliviada: podría conversar telefónicamente y eso evitaba la vergüenza que me generaría tenerlo cara a cara.

Hablé una vez, y otra vez, y otra vez. Estaba ocupado: me dijo que tenía que resolver una gestión. El hecho de escuchar su voz ya me puso nerviosa. En el cuarto intento, logré que me prestara unos minutos para conversar.

-Me gusta que estés en una gestión y no en un trámite o una palabra más detestable -arranqué, haciéndome la linda- Como para situarme, ¿qué estás haciendo?
-Ahora estoy tomando mate. Estoy en la casa del productor del disco, enfrente a la facultad de arquitectura, en la ciudad de Montevideo, en una terraza hermosa, con una tarde entrefresca. ¿Viste como para estar con una camperita? Bueno, así.

La charla había empezado bien y eso me había dado confianza. Tanta, que me armé el mate para imaginarme que lo compartíamos. Pero fui perdiendo seguridad a medida que sucedía el diálogo.

Intenté hacerle notar que lo seguía, dándole datos de shows viejos, o hablándole del barrio donde nació. “No pegás con Pocitos”, le tiré. Y le resultó simpático eso. Pero no logré sostener el ritmo y sentí que a medida que soltaba una pregunta, él pensaba que yo era una boluda.

Me fui pinchando, tomando mate sola del otro lado de la línea, en una redacción en pleno centro de Buenos Aires. La despedida fue fría, sin onda. “Te dejo disfrutar de la terraza”, fue mi última frase. El ya tenía ganas de cortar la comunicación.

Cuando le comenté esta anécdota a Claudio, un compañero que sabe mucho de estas cuestiones, identificó el síntoma enseguida.

-Es la glándula de la boludez -dictaminó, seguro.
-¿Eh?
-La glándula, Aye. La glándula de la boludez. Cuando a uno le gusta mucho alguien se le activa la glándula.

Este cuento de Roberto Fontanarrosa lo explica todo: Uno nunca sabe

lunes, 20 de mayo de 2013

ME VOY QUEDANDO

Hace tres semanas que no puedo parar de escuchar esta canción esté donde esté: la busco en mi casa, en el trabajo, la escucho en el auto o en la casa de alguna amiga y, además, la pienso. Es una preciosura.

Se trata de una canción que se titula “Me voy quedando” (así, con el gerundio), pero que implica todo lo contrario, cantada después de que el Cuchi perdiera la visión por un tiempo. Es una canción de un dolor de pasado y de una felicidad de presente, por lo que precisamente ocurrió en aquel pasado. Y, a la vez, remite al futuro: un juego de tiempos verbales.

¿Quién no estuvo alguna vez más triste que perro que perdió el dueño? El Cuchi tuvo la sabiduría de dejar testimonio de esa tristeza en el momento. El mismo explicó por qué: “Para después, como sucede ahora, me ponga sonriente sabiendo que no me quedé ciego, que puedo seguir viendo”.

Pensaba entonces en el hecho de afrontar algunas tristezas con entereza: hacerse cargo, asumir el dolor y atravesarlo entero, el tiempo que dure, para después sí, soltarlo. Pensaba en la necesidad de caminar este proceso para después mirar hacia atrás y decirle al dolor con una sonrisa: ah, mirá, ya pasaste, quedaste en el camino.

Y entonces, resignificarlo: hacer de aquel dolor un recuerdo por el que vale la pena pasar. Para saber que no nos vamos quedando nada, sino que nos vamos yendo.

La canción, acá.


P.D.: si algún alma amorosa siente el deseo de obsequiarme este disco, sepa que será muy bien retribuido. Lo estoy buscando y no lo consigo.

lunes, 13 de mayo de 2013

FELIZ CUMPLEAÑOS (Una carta de amor al Beto Mágico)

La primera vez que te vi fue en figuritas. Yo intentaba llenar el álbum del Torneo Apertura 1992 y me tocaste vos, en dos sobres consecutivos, con el pelo largo y la camiseta de Boca con la publicidad de Fiat.

Lo asumo, primero te miraba sin sentir ninguna atracción física. Me llamaba la atención tu manera de jugar. Eras mi ídolo, mi espejo en esos pensamientos de niña que soñaba ser futbolista: yo quería jugar como vos.

Y te tenía cerca, imaginariamente: un póster con tu imagen estaba pegado en la pared, arriba de mi cama. Eras mi Angel de la Guarda, el guardaespaldas de mis sueños, desde esa foto en la que te veía con la pelota dominada, cerquita del pie derecho, la mirada puesta en ella, el labio inferior hacia abajo, el pecho hacia afuera, siempre. Esa pose equina tan característica tuya, Beto.

Transformada en una seguidora, además de considerarte el mejor enganche del universo, empecé a interiorizarme sobre tu vida. Admiré, entonces, tu recorrido. De tu infancia en Barracas a tu foto en la Torre Eifel, por tu paso en el Toulouse, después de tu inicio exitoso en Ferro. De tu nacimiento en Corrientes porque tu papá era capitán de barco y viajaba mucho. De tu niñez con siete hermanos, todos en una misma pieza, y la cola que tenías que hacer para bañarte.

En la disputa Halcones y Palomas, yo era Halcón, como vos. Con mi hermano te pedíamos para la Selección. Claro, era un reclamo humilde, desde la habitación que compartíamos en la casa de nuestros padres, en Monte Grande, ahí donde gritábamos tus goles. El mismo sitio donde le juramos odio eterno a Bilardo, culpable de tu partida del club.

Te miré y entroné en Boca, te admiré también en tu posterior paso por Gimnasia La Plata. Y no me molestó el gol que le hiciste a Boca, el día que nos ganaron 6 a 0 y marcaste el quinto, de penal. Pero no lo gritaste porque sos hincha. Con vos también aprendí, Beto: aprendí que no se traiciona.

Además, supe algunos de tus sufrimientos. Y padecí con vos, a la distancia, la lesión en el talón de Aquiles que fue clave para que te inclinaras por el retiro del fútbol.

A esa altura, mi amor había mutado: se había vuelto más profundo. Yo había crecido. Ya te miraba como una mujer.

Lo confieso: te amé cuando te dejaste estar, Beto. Cuando dejaste de darle importancia a los entrenamientos y el cuidado del físico, y le diste rienda suelta al disfrute alimenticio. Una vez me contaron que tomaste siete helados durante una entrevista: te adoré más, incluso, desde entonces. Te quiero excedido de peso y todo.

Una vez te vi en Puerto Madero, pero no me animé a acercarme. El nerviosismo me corría por el cuerpo y la ansiedad me hizo un nudo en el estómago, así que decidí observarte a lo lejos: nunca me voy a olvidar del morocho perfecto de tu piel, el pantalón verde musgo y la chomba de piqué amarilla que te rodeaba la panza, te la ajustaba. Y unos poquitos rulos, controlados.

Por eso hoy, en el día de tu cumpleaños 53 y cuando noto que la diferencia de edad que hay entre nosotros podría no ser un obstáculo, me decido a escribirte estas líneas. Conmigo podés no trabajar: ni ser técnico, ni estar pendiente de tus negocios inmobiliarios. Yo voy a estar contenta con el solo hecho de tenerte en la mesita de luz.

¡Feliz cumple, Beto!

Un beso sincero, humilde y afectuoso,

Aye.

viernes, 3 de mayo de 2013

ODA A LA CUCHARITA

Entre dormida y despierta, me percato de que tengo tu boca entre mi pelo, tus brazos rodeándome y tus piernas enredadas entre las mías. Y las sábanas por ahí, los almohadones en el piso, el aire que se cuela por la ventana: los ojos que se me cierran, pero me percato.

Entonces giro y en el silencio de la noche –que se confunde con tu respiración fuerte, primero, con tus ronquidos suaves, después– me pierdo entre tu espalda.

El abrir y cerrar de mis ojos me aleja de la lucidez y el razonamiento. Mejor, todavía. Es como si esa suma de segundos que deben estar pasando rápidamente fueran una película que avanza cuadro por cuadro.

Tengo tu nuca delante de mi boca y tu pelo revuelto, y tu piel que me permite deslizarme. Y el mar, o la montaña, o el campo, o una hoja en blanco, o una melodía que no tiene letra, o un corazón que todavía no descubrió el amor. Tu espalda es eso que me hace sentir chiquita, ínfima. Como un puntito en una fotografía de un paisaje.

Sin embargo, está acá. Porque tu espalda es como todo eso, pero yo estoy ante ella, la tengo delante de mí. Ahora te rodeo yo, y te abrazo.

Los ojos que se me cierran y yo que me percato de que mañana quiero pensar y me quiero preguntar: ¿Y quién inventó la cucharita?