jueves, 25 de abril de 2013

DE DIEGUITOS Y BICICLETAS

Me interesa tratar de comprender por qué las personas nos amoldamos a los lugares donde vivimos, conocer cómo es el proceso que nos lleva a sentirnos parte del lugar que elegimos para llevar adelante nuestras actividades, ver por qué nos movemos con comodidad en un contexto geográfico determinado y no en otro.

Ya sé, a todo esto que digo, un tal Bourdieu lo llamó habitus.

Pero en vez de escribir sobre Bourdieu prefiero referirme a lo que pensaba el otro día cuando en una cena con Tami y Juli, con una tarta de zanahorias de por medio, analizaba por qué Maradona triunfó en Nápoles y no en Barcelona, por ejemplo. Por qué se hizo rey en una ciudad que es conocida por la mafia, por el crimen organizado, porque no es un lugar rico y porque se parece a Constitución.

¿Y dónde iba a triunfar Maradona acaso? En Nápoles: rodeado de un contexto que tenía algunas características similares a Villa Fiorito, su lugar de origen; en un equipo pobre que era la contracara de los poderosos. Diego -el mejor Diego- se eyectó desde ahí y no desde Mónaco, Londres o Madrid.

Las ciudades, las personas, los contextos. La posibilidad de poder decir: este es -ahora- mi lugar en el mundo. Acá me muevo, acá me quiero mover, acá soy yo porque este acá me permite sentirme cómodo.

Y este acá se puede construir.

Ayer me crucé a mi amigo Darío por segunda vez en tres días. La Ciudad de Buenos Aires suele ser cruel con los que no nacimos aquí. Ningún otro sitio de Argentina es tan abrumador como este. Y encontrarse con alguien por casualidad es una excepción.

Pero yo lo vi a Darío y paré a conversar con él. Dos veces. Las dos veces yo andaba en bicicleta.

Las ciudades, las personas, los contextos. Yo me siento cómoda acá desde que ando en bicicleta. De chica, la bici fue mi medio de transporte: con ella iba de mi casa a lo de mi abuela o a lo de mis tíos. Y después, a la escuela. Y después, a visitar a mis amigas. Hasta tuve dos novios que me regalaron bicicletas.

Me costó adaptarme a Buenos Aires, pero terminé de cerrar el proceso desde que ando en dos ruedas. Creo que al hacer acá aquello que hacía en Monte Grande logré terminar de formar parte. La construcción la había empezado al saludar a mis vecinos y conocer sus nombres, al pasar por el puesto del diariero y quedarme a conversar, al hablar con confianza con el mecánico de al lado: al conocer un poco a los que están cerca.

Es rara Buenos Aires: a veces uno no identifica a los vecinos del mismo edificio.

Pero yo lo vi a Darío cuando iba de mi trabajo a mi casa, y la vi a Nati cuando volvía en bici de un recital y ella estaba en la parada de colectivo, y los vi a Mariano y a Martín, que también estaban en otra parada esperando otro colectivo. Los vi y paré y charlamos. Y después seguí, en la bici, comprendiendo por qué me muevo cómo me muevo en el lugar en el que vivo.

miércoles, 10 de abril de 2013

Y TODO PARA ESCRIBIR SOBRE EL GORDO MAZA


Yo no le había prestado atención a mis manos hasta que un día las miré y me di cuenta de que no me gustaban. Entonces comencé a observarlas. Ahora, son otras: el acto mágico de mutación que se da cuando uno repara en eso a lo que no le había prestado atención. Mirar las manos con otros ojos para tener otras manos.

En las manos está la edad. A medida que pasa el tiempo yo veo mis manos más arrugadas. Empecé a cuidarlas: a darle forma a las uñas, a ponerme crema a diario, a pintarme. Y entonces pensé -pienso- en las manos. En el cuidado de las manos como metáfora de la vida.

Pienso en las manos como oposición a los pies: las manos que son lindas -o pueden serlo, las manos con proyección-; los pies siempre feos, raros.

Las manos como cuestión hereditaria que puede modificarse: mi abuela tenía manos de hombre -tenía también un trabajo de hombre-, mi madre no se preocupa por sus manos -no se cuida las manos- y yo creo haber roto con esta cadena -o lo intento, lo juro-.

Las manos como parte del cuerpo a la que se le puede poner onda: manos con anillos, con tatuajes, con colores.

Y el bajón: manos a las que le faltan dedos, manos con dedos que deberían ser más cortos que los otros -y sin embargo, no. Manos con dedos sin uñas porque las uñas de los dedos de las manos terminan en otro lado: las manos como síntoma de los estados de ánimo.

Las venas de las manos, las rayas de las manos, los lunares de las manos, las berrugas de las manos, los nudillos de las manos.

Las manos masculinas en cuerpos femeninos y viceversa. Las manos como metáfora de la justicia: aquel que tiene las manos limpias.

Las manos como objeto de placer y también generador de. Las manos como símbolo de situación social, las manos de clase: las que se hacen las manos, y las que no.

Las manos como resignificación. El Gordo Daniel Maza, un hombre con manos que no son bellas, pero sin embargo, sí: la música que hace con ellas.

martes, 2 de abril de 2013

AMELIE

Odio la desilusión porque me duele como una astilla que se te clava en el pie y no te la podés sacar: y se queda ahí, durante días, y quizás se te infecta y entonces el malestar se vuelve constante. Odio la desilusión que te cierra el pecho, que no te deja dormir, que te parte el alma, que te hace sentir que si hoy, ya mismo, murieras, no le podrías donar el corazón a nadie porque le cagarías la vida.

Y ya tengo unos cuantos años, con lo cual me desilusioné algunas veces.

Resulta que tuve una desilusión fuerte hace unos meses cuando me robaron mi bicicleta. No voy a ponerme a discutir con nadie acerca de los objetos en los que uno deposita afecto. No me importa. Yo a mi bici la quería. Y mucho.

De un tiempo a esta parte elaboré la teoría de que a una desilusión le sigue una ilusión. Y me baso en experiencias empíricas para sostenerlo, eh. Claro, muchos se preguntarán eso a lo que todavía no le encontré respuesta: ¿para que haya una ilusión tiene que haber necesariamente una desilusión? ¿Existe una sin la otra? En fin. Un interrogante más de la existencia humana.

Cuestión que yo perdí a mi bici. Pero un día fui a lo de un amigo y le comenté el duelo que estaba haciendo. Leo es mi amigo que podría ser mi ángel de la guarda: me llevó al garage de la casa de su mamá, me señaló una bici de mujer y me dijo: “Llevala. La vas a tener que arreglar, eso sí. Es tuya”. Fue un momento de mucha felicidad. Tenía otra bici, más humilde, más viejita, pero linda igual.

Después, otro día, la llevé a la bicicletería. Fui apurada, así que indiqué los arreglos que quería y me fui rápido. El problema surgió cuando volví a buscarla. Ahí me encontré con Amelie.

Amelie es una bici que sacó una conocida marca en esta movida marketinera y snob que hay alrededor de este vehículo. Una bici de diseño. Y se llama así porque era la que usaba la protagonista de la película del mismo nombre. Me enamoré a primera vista.

Ya la conocía por fotos, pero tenerla ahí, de frente, con ese color cremita y el canasto y el asiento en marrón, tan bien combinado todo, me rompió los esquemas. Desde ese momento, me compré un problema. Es re triste: me siento como si saliera con un tipo muy grande y de golpe me enamorara de un pendejo. Estoy culposa. Me mata usar la que me regalaron sintiendo que deseo a Amelie. Para colmo, cada día que pasa le encuentro a mi bici un problema nuevo. Siempre pienso que quiero tener la otra. Y ya vi la película dos veces en este último tiempo.

Así que acá estoy, desilusionada otra vez, pero esperando que la rueda siga girando y algo me renueve la esperanza.